No existen emociones buenas ni malas. Reflexiones sobre la disforia y la euforia.
No suele haber duda del significado de la palabra euforia. Sin embargo, pocas veces mencionamos su antónimo: disforia. Ambas tienen en común la vivencia -transitoriamente intensa- de una emoción. En el primer caso, nos referimos a la elevación súbita que nos genera una emoción agradable. En el segundo caso, nos referimos a la intensidad emocional experimentada como malestar psicológico.
La euforia es un estado apetecible –en algunos casos idealizado-. Éste suele alcanzarse, en muchas ocasiones, por un precipitante externo -una buena noticia, un reencuentro anhelado, una sorpresa bien valorada, etc.-. Sin embargo, en ocasiones podemos llegar a experimentar un estado eufórico sin un desencadenante claro, o puede inducirse también por el consumo de algunas drogas como la cocaína.
Las posibles redes implicadas en la euforia implican a las endorfinas, así como a la vía dopaminérgica del sistema mesolímbico –sistema del placer o del refuerzo- y la concentración de dopamina en dicha red neuronal. Esta última está relacionada con una mayor sensibilidad a la recompensa y con el aumento de la motivación ante la búsqueda de placer y de logros reforzantes (puedes consultar este trabajo fin de grado sobre el tema: Sistema de recompensa cerebral). El sistema del placer (o de recompensa) tiene una función adaptativa ante actividades tales como comer o mantener relaciones sexuales. Se la llama sistema del placer porque ha dirigido nuestra conducta a aquellos targets que garanticen nuestra supervivencia. La maquinaria evolutiva –el agraciado cuerpo- de todos los mamíferos cuenta con un refuerzo autoadministrado natural, un mecanismo primario que poseemos en nuestro bagaje evolutivo.
La activación de dicha vía neurológica se ha relacionado con la presentación de síntomas maníacos (o hipomaníacos), con la compulsividad del TOC, así como con el proceso de enamoramiento. Llama la atención que la concentración de dopamina en esa área también correlacione con la presentación de un brote psicótico en la esquizofrenia. Hay experimentos donde se demuestra que la estimulación nerviosa de dicha vía dopaminérgica eleva la percepción de deseo, pero que la sobreestimulación genera pensamientos paranoicos o suspicaces -es decir, si te pasas de rosca se te va la olla-. (este dato aparece en “deseo y placer – Ignacio Morgado”).
Según mi opinión, creo que dicho relevo es un recurso evolutivo que garantiza la supervivencia de nuestra especie. La euforia, y el deseo desmedido, pueden generar una distorsión que nos haga infravalorar o desatender la presencia de amenazas externas. Por ejemplo, un animal, al contemplar un montón de comida en una zona desconocida, puede acercarse (cegado por el hambre) y atiborrarse sin prestar atención al acecho o la territorialización de la zona-. Aquellos que tienen mascota habrán vivido algún episodio donde su perro, en un momento de arrebatamiento, se salte las normas para abalanzarse a la mesa y agenciarse su ración de comida. A más tentación más deseo (y dopamina en la vía mesolímbica) por lo que menos vigilancia de los costes de dicha conducta y más deformación de la realidad en pro del consumo de nuestros intereses. Sin más rodeos, la euforia puede llevar a una percepción minimizada de los riesgos -aspecto que se presenta en los consumidores de coca -que afecta al sistema del placer- y, motivo por el cual, es reconocido el riesgo que conlleva el consumo en la conducción de automóviles-. Dicha sobreconfianza que implica el exceso de deseo, puede activar la respuesta de desconfianza cuando se llega a caer en cuenta.
Pero centrémonos. Es característico, tanto de la euforia como de la disforia, que ambos tengan lugar de una manera aguda, intensa y también transitoria. Cabe señalar que por muy deseable que sea el estado de euforia, su permanencia en el tiempo no es rentable –ni en términos energéticos (genera un desgaste de energía innecesaria) ni en términos adaptativos (el estado de celebración constante generaría una distorsión insostenible en nuestra adaptación al entorno, por ejemplo, descuidando la seguridad). Es importante mencionar que ambos estados resultan de tal intensidad que generan distorsiones en la evaluación de nosotros mismos, la evaluación de otros y la evaluación del mundo.
Conviene que las personas aprendan a detectar cuándo están en un estado eufórico y cuándo están en un estado disfórico. Suelo decir a mis pacientes que presentan inestabilidad emocional que quizás les conviene aprender a no bajar tanto, pero también a no caer en la trampa de su reverso; la de dejarse llevar por la euforia (y su atractivo) y el consecuente batacazo -las emociones intensas generan un efecto rebote tal como indica la teoría de los procesos oponentes-.
Es importante entender que, en ambos estados -euforia y disforia-, se presentan evaluaciones desviadas –sesgos cognitivos- sobre las cuestiones que nos preocupan o sobre nuestro propio estado. Al igual que la euforia puede llevarnos a sobrevalorar la confianza en nosotros mismos; la disforia no deja de ser la otra cara de una misma moneda; un estado de malestar intenso en el que el pesar se intensifica, el drama se magnifica y los daños se tremendizan.
La disforia nos puede llevar a lecturas tremendamente pesimistas, a ceder a una amnesia selectiva de los aspectos favorables de una situación -recordar solo lo malo-, a sobregeneralizar y considerar que siempre nos ocurren cosas malas, o a adolecer de una sensación de apresamiento en el presente como si de ese estado no pudiera salirse nunca. Recuerdo una ocasión en la que un paciente, tras una ruptura emocional, decía: "voy a estar así siempre". Yo entonces le dije: “No vas a estar así siempre, pero tu disforia hace que te olvides de que -literalmente- mañana será otro día”. El malestar genera un cronocentrismo en el que se nos olvida que a los pocos días puede salir de nuevo el sol o que la naturaleza de nuestra psyque es (sencillamente) cambiante. Los mencionados son solo algunos ejemplos de distorsiones cognitivas, pero puedes consultar más en la teoría fundada por Aaron Beck - Las distorsiones cognitivas-.
Las distorsiones –el color que monopoliza nuestras gafas durante un estado emocional- se deriva de la activación de la ansiedad que tiene lugar en la disforia. Las emociones intensas tienen la función de garantizar nuestra supervivencia, dichas emociones nos secuestran la atención y han tenido la función de protegernos de amenazas del entorno -como por ejemplo la devoración de un león-. Es importante ser consciente de ello para desvelar el espejismo y favorecer la desescalada de la intensidad emocional.
En un artículo anterior desarrollé algunos consejos para regular el malestar psicológico. Pero en resumidas cuentas, es conveniente, tanto que la persona haga cosas para no perpetuar dicho estado –distraerse, hablar con un amigo, hacer deporte, meditar, relajarse, recordarse el carácter transitorio de ese estado, etc.- como que deje de hacer aquello que suele reforzar dicho malestar psicológico –por ejemplo, evitar reflexionar sobre las causas del problema -bajo un estado de disforia uno no suele hacer mucho más allá que rumiar su indefensión sobre el futuro y alimentar el arrepentimiento y la culpa ligados al pasado-.
Es cuestión de comprometerse con la norma: ¡En este momento no! y desplazar esos motivos de preocupación a otros momentos en los que no se esté en esa zona roja. Se trata de comprometerse a discurrir de una manera que nos permita tomar decisiones sin estar enganchados a la ansiedad ni a lecturas angustiantes de nuestra realidad. Por desgracia, hay muchas personas engarzadas en dicho mecanismo y que, además, han arquitectado una narrativa de victimismo o de derrotismo, una narrativa que nutren con su lamento y sus quejas. Pero eso ya es harina de otro costal, un costal donde la realidad es un tanto compleja e irreducible a un par de conceptos técnicos.
Un buen primer paso puede ser darse cuenta del carácter inestable de nuestra psicología y aprender a observar nuestro estado sin que el bicho de la disforia hable por nosotros –las técnicas de atención plena (mindfulness) resultan útiles, puesto que te enseñan a focalizarte en tu estado, detectar la textura de tu pensamiento y tus sentimientos, y no dejarte llevar sin más por la corriente de tu preocupación-.
Otro problema que suelo ver es el de las personas que ponen un tabú en sus emociones negativas -como si estas fueran malas por sí mismas-. No existen las emociones malas. Existir exige que tengamos emociones de valencia negativa porque sin ellas no podríamos garantizar nuestra supervivencia (no tener emociones negativas es tener la aspiración de un muerto). Las emociones tienen una valencia, pero no deberían tener moralidad, posicionarse hacia ellas de una manera equidistante, sustituyendo los juicios por la conexión con sus sensaciones mejora la manera de regularlas -sentir algo malo no implica hacer algo malo-. Pensar no es más que pensar, sentir no es más que sentir e imaginar no es más que la propiedad privada de cada uno.
El dolor emocional es inevitable, pero el sufrimiento es opcional. Sufrir es la deriva cognitiva de la emoción, es decir, es el resultado de los autojuicios que florecen cuando nos sentimos mal -"voy a estar así siempre, soy un inútil, siempre me sale todo mal"-. Los psicólogos cognitivos suelen distinguir entre emoción primaria y emoción secundaria. La primera es orgánica, espontánea, necesaria -por ejemplo, la ira cuando percibimos una injusticia-. La segunda es la emoción de la emoción, es decir, aquella que deviene de nuestra manera de afrontar a la primera, y suele ser ésta la que genera sufrimiento -"no debería sentir ira, esto me convierte en mala persona, soy igual que mi padre"-. Detectar unas y otras es importante también para no retroalimentar el estado de disforia y, lejos de ahogarnos en nuestras emociones, aprender a suavizarlas.
Quisiera incidir en el carácter imperfecto de la naturaleza humana y la tolerancia que ello debería conllevar –siempre habrá días malos, días en los que te equivoques, días en los que digas algo de lo que te arrepientas, etc.- Someter nuestra pulcritud a una cuestión moral puede hacernos aumentar el carácter obsesivo de nuestras emociones-. También hay que comprender que hay momentos excepcionales y realmente dramáticos que justifican que nos activemos demasiado emocionalmente (un accidente, un atraco, etc.). En este caso, la intensidad emocional puede ayudarnos a afrontar una situación de urgencia. Puede que también haya situaciones en las que nos dejemos llevar por la ira o la enajenación -a modo de válvula de escape tras un tiempo reprimiendo nuestra legítima defensa, por ejemplo, ante una situación de acoso laboral-. En algunas ocasiones, gracias a los estallidos, prestamos atención a nuestras necesidades. Las emociones son funcionales, el problema es cuando su frecuencia e intensidad se escapa de lo proporcional y útil. Sin embargo, hay que tener claro que siempre estaremos expuestos a vivir situaciones donde la disforia se presente con mayor frecuencia o que tengamos la sensación de que ésta nos domine. Ante una ruptura emocional es absolutamente natural que vivamos episodios de disforia –es una parte natural del proceso de duelo y dichos episodios de malestar se van sucediendo hasta que nos adaptamos a las nuevas condiciones del entorno, tal como explico más extensamente en el artículo que escribí sobre el duelo en las rupturas emocionales–.
Normalizar que a veces podemos desregularnos emocionalmente nos puede motivar para procurar regularnos emocionalmente en la mayor parte de las ocasiones. Ser tolerante con la excepción y nuestra imperfección no es un signo necesariamente de autoindulgencia, sino que puede serlo de flexibilidad y disciplina. Se puede entrenar el estoicismo, evitando que nos lleve al perfeccionismo malsano, así como disfrutar de la gratificación y el descanso sin ceder al hedonismo y la evasión sistemática. Muchos deben poner el foco en distinguir la satisfacción de la euforia. Dicho error evaluativo es equiparable a no diferenciar una buena nutrición del placer de comer azúcar a cucharadas. Aunque, de vez en cuando, no venga mal darse algún festín.
Si crees que te puedes beneficiar de ayuda psicológica, no dudes en ponerte en contacto con nuestro servicio que también se ofrece por vía telemática-online:
Atención psicológico en Bormujos: www.centrobiem.es
También en Los Remedios (Sevilla): Contacta con nosotros (centro CPTG)
Francisco Escudero
11-1-2022
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